China depende de Irán para el petróleo y su estrategia regional, pero una guerra expondría su incapacidad para influir o actuar militarmente en Medio Oriente.

El posible ataque militar de Estados Unidos contra Irán, actualmente en evaluación por el presidente Donald Trump, ha generado una creciente tensión global y ha puesto en evidencia los límites del poder de China en Medio Oriente, región donde Pekín había buscado consolidarse como actor diplomático clave.
La dependencia china del petróleo iraní —mucho del cual llega por el estratégico estrecho de Ormuz— y su interés en contrarrestar la influencia de Washington, convierten al conflicto en un asunto de alto riesgo para el país asiático. Sin embargo, pese a estos intereses, China no está en condiciones de brindar un respaldo militar significativo a Teherán si la guerra escala y EE. UU. decide intervenir activamente.
Analistas como Zack Cooper, del American Enterprise Institute, afirman que el margen de acción chino se limita a ofrecer apoyo simbólico o humanitario, dado que carece de capacidad para desplegar fuerzas militares en defensa de Irán. Esta realidad contrasta con la imagen que China proyectó en 2023, cuando fungió como mediador entre Irán y Arabia Saudita, hecho que fue celebrado como una muestra de su creciente influencia en la región.
Más allá de su retórica diplomática, Pekín ha mantenido una postura cautelosa frente al conflicto. Las declaraciones del presidente Xi Jinping han evitado criticar directamente a Israel o a Estados Unidos, y su canciller, Wang Yi, ha reiterado la necesidad de evitar que la región caiga en un “abismo desconocido”. En la práctica, sin embargo, el enfoque chino ha estado centrado en evacuar a más de mil ciudadanos de la zona y proteger sus activos, más que en liderar una mediación internacional.
Este enfoque prudente, que prioriza los intereses económicos y de seguridad nacional, refleja los límites del papel de China como actor geopolítico en escenarios de alto riesgo. A pesar de su cercanía con Irán —su principal socio en Medio Oriente— y de su creciente presencia comercial en la región, Pekín ha optado por no enfrentarse directamente a EE. UU. ni involucrarse en los conflictos armados que afectan a sus aliados.
La posición china también genera dudas sobre la cohesión del llamado “Eje de la Agitación”, término acuñado por algunos en Washington para referirse a la alianza tácita entre China, Rusia, Irán y Corea del Norte. Ante eventos recientes —como la caída del régimen sirio de Bashar al Asad o la escalada actual con Irán— tanto Pekín como Moscú han optado por mantenerse al margen.
China tiene mucho que perder si el conflicto escala. Además de la amenaza al flujo energético, cualquier interrupción en el estrecho de Ormuz o en el precio del petróleo podría agravar la ya debilitada economía china. Por ello, Pekín ha fortalecido relaciones con países del Golfo Pérsico y evita tomar partido de manera contundente.
Aunque China presume de ser un mediador confiable por su enfoque no intervencionista, críticos occidentales subrayan que su papel en acuerdos como el de Irán-Arabia Saudita fue más limitado de lo que presume, y que no ha ejercido suficiente presión sobre Teherán para frenar, por ejemplo, los ataques de los rebeldes hutíes en Yemen.
En síntesis, el desarrollo del conflicto entre EE. UU., Israel e Irán representa una prueba crucial para la proyección de poder de China. Si bien su estrategia comercial y energética en Medio Oriente ha sido efectiva, su capacidad real de influencia política y militar ante una crisis mayor parece restringida, dejando a Pekín como un observador más que un protagonista del nuevo orden regional.