Cachemira: la región donde el turismo florece y la represión persiste

El atentado en Cachemira, donde murieron 26 personas, refleja una región militarizada, herida por la violencia y marginada de los derechos democráticos.

Cachemira

Cachemira, región de intensos contrastes, sigue atrapada entre dos realidades irreconciliables: por un lado, la narrativa gubernamental que la presenta como un destino turístico en auge; por otro, la percepción cotidiana de sus habitantes, marcada por una profunda alienación, represión militar y pérdida de derechos. Este frágil equilibrio estalló de nuevo tras el reciente atentado cerca de Pahalgam, donde 26 personas, la mayoría turistas hindúes, fueron asesinadas. El ataque desató no solo el dolor, sino también un castigo colectivo: redadas, demoliciones de viviendas y miles de interrogatorios. Para muchos cachemires, este tipo de represalias refuerzan la sensación de vivir bajo sospecha constante.

Desde que el primer ministro Narendra Modi suprimiera en 2019 la semiautonomía constitucional de la región, la parte de Cachemira controlada por India ha estado sometida a un control aún más estricto. El gobierno prometió desarrollo y seguridad, pero los habitantes acusan un empeoramiento de sus condiciones, agravado por leyes que permiten a forasteros adquirir tierras, lo que perciben como un intento de alterar el equilibrio demográfico. A esto se suman restricciones a las libertades civiles y el uso sistemático de la censura en nombre de la seguridad nacional.

El relato oficial de progreso contrasta con una dolorosa realidad para los casi 10 millones de cachemires, en su mayoría musulmanes. Aunque el número de ataques militantes ha disminuido desde los años noventa, la desafección hacia el sistema político indio sigue latente, alimentada por décadas de militarización y abuso. En Cachemira, la presencia de hasta medio millón de soldados ha convertido la vida diaria en una experiencia marcada por el miedo y la vigilancia constante.

Tras el atentado, voces nacionalistas dentro del partido de Modi han redoblado los ataques contra los musulmanes, tanto en Cachemira como en otras partes del país. Estudiantes de la región han sido acosados y hostigados, mientras los líderes gubernamentales insisten en culpar a Pakistán por su presunto apoyo a los insurgentes. Sin embargo, muchos analistas coinciden en que el problema es más profundo y local: se trata del resentimiento generado por la represión política, el desempleo y la exclusión.

A pesar de todo, el atentado también visibilizó otro rostro de Cachemira: el de la empatía. Fueron los mismos cachemires quienes, en ausencia de autoridades, acudieron primero a ayudar a las víctimas. Desde diferentes pueblos del valle, se han multiplicado los gestos de solidaridad con las familias afectadas. Para muchos, esta reacción espontánea desmiente la narrativa de que la población respalda a los militantes.

No obstante, mientras persista la marginación, el uso excesivo de la fuerza y la negación de derechos, los analistas advierten que las condiciones están dadas para que resurja una insurgencia más violenta. La historia de Cachemira continúa siendo la de un pueblo que, entre promesas de progreso y actos de violencia, sigue siendo retratado como paisaje, pero raramente escuchado como protagonista.

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