La caída de Bashar Al-Assad representa un cambio significativo en Siria, mostrando que las dictaduras no son eternas y generando esperanzas en otras naciones oprimidas.

La reciente caída de Bashar Al-Assad marca un hito en la historia de Siria y un recordatorio de que las dictaduras, por muy firmes que parezcan, no son eternas. Tras más de 54 años de un régimen familiar que ha sometido a 23 millones de personas, el pueblo sirio celebra un cambio esperado durante más de una década.
Desde la década de 1970, Hafez Al-Assad, padre de Bashar, gobernó Siria con mano de hierro, dejando un legado de violencia que continuó con su hijo. Aunque Bashar, un oftalmólogo educado en Inglaterra, fue inicialmente percibido como un posible reformista, su gobierno se tornó en uno de los más sangrientos de la historia del país. Durante su mandato, Siria sufrió 6.8 millones de exiliados y cerca de medio millón de muertes, consolidando su apodo como el «carnicero de Damasco».
A lo largo de los años, la comunidad internacional se mostró impotente ante la brutalidad del régimen. La intervención de potencias como Rusia e Irán complicó aún más la situación. Sin embargo, una coalición diversa de cristianos, kurdos, musulmanes, drusos y chiíes unió fuerzas para combatir al régimen, aunque sus esfuerzos fueron infructuosos durante 13 años.
El año 2024 trajo un giro inesperado. La guerra en Ucrania debilitó a Rusia y los recientes conflictos han dejado a Irán en una posición vulnerable. Los rebeldes sirios, aprovechando esta oportunidad, lograron lo que parecía imposible: derrocar a Al-Assad en un corto período. La intervención de Turquía también fue crucial en este proceso.
A pesar de estos avances, la ONU ha sido criticada por su inacción en el caso sirio, similar a su respuesta en otros contextos de dictaduras. Aunque se discutieron resoluciones para apoyar a Al-Assad, es evidente que se requieren acciones concretas y estratégicas para ayudar al pueblo sirio.
La caída de Al-Assad no solo genera esperanzas en Siria, sino que también resuena en países como Cuba, Nicaragua y Venezuela, demostrando que la represión y el apoyo externo no garantizan la permanencia de un régimen opresor.
La comunidad internacional ahora enfrenta el desafío de ayudar a Siria a reconstruirse como una democracia estable, evitando que el país caiga en un estado fallido o en manos de grupos radicales como ISIS. La caída de Bashar Al-Assad representa un momento crucial que abre la puerta a un futuro más esperanzador para el pueblo sirio.