El presidente Lee Jae-myung lidera una Corea del Sur dividida y en crisis, con enormes desafíos políticos, económicos e internacionales por delante.

La llegada de Lee Jae-myung a la presidencia de Corea del Sur marca el inicio de una etapa políticamente tensa para una nación profundamente dividida. Con una historia marcada por la superación personal y una trayectoria política llena de controversias legales y desafíos físicos, Lee asume el liderazgo como uno de los presidentes con mayor poder en décadas, respaldado por la mayoría parlamentaria de su Partido Demócrata. Sin embargo, el contexto en el que toma posesión es todo menos favorable.
El país aún resiente la reciente crisis política desencadenada por la efímera declaración de ley marcial impuesta por el expresidente Yoon Suk Yeol, quien fue destituido tras intentar suprimir a la oposición, incluido el propio Lee. Esta acción provocó protestas masivas y una fuerte movilización ciudadana en defensa de la democracia, lo que impulsó el ascenso de Lee al poder. Aun así, las heridas políticas siguen abiertas, con una población polarizada no solo entre ideologías de izquierda y derecha, sino también por generaciones y cuestiones de género.
En el ámbito internacional, Lee se enfrenta a un escenario complicado. Mientras busca mantener una sólida alianza militar con Estados Unidos, también ha manifestado su intención de fortalecer relaciones con Corea del Norte y China, una postura que ya ha despertado preocupación en Washington. Aunque ha negado ser “pro-China” o “anti-Estados Unidos”, sus palabras y propuestas han sido interpretadas con cautela, especialmente por quienes temen un distanciamiento de Japón, otro socio clave en la región.
Lee promete adoptar una “diplomacia pragmática” centrada en los intereses nacionales, aunque reconoce la dificultad de equilibrar las relaciones entre potencias rivales. Su retórica firme, incluso respecto a figuras como Donald Trump, demuestra que no pretende ser sumiso en las negociaciones internacionales, pero sí está dispuesto a hacer sacrificios por el bienestar de su pueblo.
A nivel interno, Lee carga con un historial de procesos legales pendientes, lo que ha generado sospechas entre sus críticos, quienes lo acusan de usar su nuevo cargo como escudo. Él insiste en que las acusaciones son infundadas y con motivaciones políticas. La sociedad surcoreana permanece dividida al respecto, reflejando la creciente polarización del país. Pese a ello, Lee ha prometido trabajar por la unidad nacional y evitar venganzas políticas, aunque también ha sido claro en su intención de sancionar a quienes colaboraron con la fallida ley marcial.
La historia política reciente del país revela un patrón preocupante de persecuciones entre mandatarios. Desde 1980, seis de los nueve presidentes han enfrentado juicios o encarcelamientos, lo que alimenta el ciclo de vendettas institucionales. Lee deberá navegar cuidadosamente entre la necesidad de hacer justicia y el riesgo de parecer un actor más en ese círculo vicioso.
En última instancia, los ciudadanos coreanos esperan que el nuevo presidente enfoque sus esfuerzos en reactivar la economía, considerada la prioridad más urgente tras las turbulencias políticas. Los analistas coinciden en que la estabilidad y el crecimiento económico serán los verdaderos parámetros con los que se evaluará su gestión.