Xi Jinping lleva años preparando a China para un conflicto comercial con Estados Unidos, apostando por el dominio de las cadenas de suministro como herramienta de poder global.
Durante años, el presidente de China, Xi Jinping, ha diseñado una estrategia para hacer frente a Estados Unidos en el plano económico. En lugar de adoptar un enfoque conciliador en respuesta a las crecientes tensiones comerciales con Washington, Xi ha optado por fortalecer la dependencia mundial de las exportaciones y capacidades industriales chinas. Esta visión, formulada en 2020 durante una reunión con altos funcionarios del Partido Comunista, plantea convertir a China en una pieza indispensable de las cadenas de suministro globales, una forma de disuadir a otras potencias de imponer restricciones o sanciones.
La pandemia de COVID-19 dejó claro cuán vital era China para el comercio internacional. Lejos de abrir su economía o reducir los subsidios a sectores estratégicos, Xi reforzó el control estatal y potenció las exportaciones. China impulsó el crédito a la industria en más de 2 billones de dólares y comenzó a utilizar medidas como controles de exportación, listas negras y leyes antimonopolio como instrumentos de guerra económica. Así, al enfrentarse a nuevos aranceles impuestos por el gobierno de Donald Trump, el país respondió con restricciones a minerales e insumos clave para la tecnología moderna, lo que generó preocupación mundial por el impacto en precios y disponibilidad.
Para Xi, esta confrontación no solo es una lucha económica, sino también una afirmación de su visión de grandeza para China. Desde que asumió el poder en 2012, ha perseguido la «gran renovación de la nación china», reforzando su autoridad y orientando la economía hacia la autosuficiencia tecnológica. Ha invertido fuertemente en industrias como la inteligencia artificial, los semiconductores, las baterías y las energías renovables. Además, ha intensificado el control ideológico, movilizando a la población a través de propaganda nacionalista para resistir la presión extranjera.
Sin embargo, la estrategia también acarrea riesgos importantes para China. Aunque el país ha reducido su dependencia de ciertas importaciones occidentales, aún necesita tecnologías avanzadas como chips de última generación y motores aeronáuticos. Por otro lado, el endurecimiento de las relaciones con socios comerciales, sumado a un modelo económico más centralizado, ha generado fricciones internas. Muchos expertos alertan que la concentración del poder en el partido ha debilitado el dinamismo del sector privado y que el bajo consumo interno sigue siendo un obstáculo estructural.
La guerra comercial también golpea duramente a la economía china, que ya enfrenta problemas por el colapso del sector inmobiliario y la caída en la confianza del consumidor. Si se prolonga, podría derivar en la pérdida de millones de empleos y agravar el estancamiento económico. Mientras tanto, en Estados Unidos, la presión por contener a China sin afectar su propio mercado plantea un dilema complicado. Aunque algunos productos fueron eximidos de aranceles, como los celulares o semiconductores, la confrontación sigue escalando.
A nivel global, el conflicto empuja a otros países a tomar partido. Washington insta a limitar el comercio con China, mientras Pekín amenaza con represalias a quienes se alineen con su rival. El resultado podría ser un mundo dividido en bloques económicos rivales, con profundas consecuencias políticas y comerciales.
Pese a las dudas sobre si Xi ha ido demasiado lejos, su liderazgo permanece firme. Aunque eventualmente se vea obligado a retroceder, podría presentar esa retirada como una victoria táctica. Su poder centralizado le permite avanzar o corregir el rumbo con rapidez. Lo cierto es que, mientras China intenta consolidarse como superpotencia, el conflicto comercial con Estados Unidos se convierte en una prueba crucial de su estrategia y de su capacidad para redefinir el orden mundial.
